Extracto de la conferencia del papa Benedicto XVI en la 15a sesión plenaria de la Academia Pontificia para las Ciencias Sociales. 5 de mayo de 2009.
Las grandes religiones y filosofías del mundo han iluminado varios aspectos de los derechos humanos, que están concisamente expresados en "la regla de oro" que encontramos en el Evangelio: "Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente" (Lucas 6,31; cf. Mt 7,12). La Iglesia siempre ha afirmado que los derechos fundamentales, por encima y más allá de las diferentes formas en que han sido formulados y los diferentes grados de importancia que hayan tenido en los diversos contextos culturales, deben ser mantenidos y concedido el reconocimiento universal porque son inherentes a la naturaleza misma del hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Si todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, comparten en consecuencia una naturaleza común que los une y que reclama el respeto universal. La Iglesia, asimilando la enseñanza de Cristo, considera a la persona como "lo más digno de la naturaleza" (S. Tomás de Aquino, De potentia, 9, 3) y ha enseñado que el orden ético y político que gobierna las relaciones entre las personas encuentra su origen en la propia estructura del ser humano. El descubrimiento de América y el consiguiente debate antropológico en los siglos XVI y XVII llevaron a Europa a una mayor conciencia sobre los derechos humanos como tal, y de su universalidad. La época moderna ayudó a dar forma a la idea de que el mensaje de Cristo -porque éste proclama que Dios ama a todo hombre y mujer y que todo ser humano está llamado a amar a Dios libremente- demuestra que todos, independientemente de su condición social y cultural, por naturaleza merecen la libertad. Al mismo tiempo, debemos recordar siempre que "la libertad misma necesita ser liberada. Es Cristo quien la hace libre" (Veritatis Splendor, 86).
A mitad del siglo pasado, tras el gran sufrimiento causado por las dos terribles guerras mundiales y por los indecibles crímenes perpetrados por las ideologías totalitarias, la comunidad internacional adoptó un nuevo sistema de leyes internacionales basado en los derechos humanos. En éste, parece haber actuado en conformidad con el mensaje que mi predecesor Benedicto XV proclamó cuando llamó a los beligerantes en la Primera Guerra Mundial a "transformar la fuerza material de las armas en fuerza moral de la ley" ("Mensaje a los líderes de los Pueblos Beligerantes", 1 de agosto de 1917).
Los Derechos Humanos se convirtieron en el punto de referencia de un ethos universal compartido - por lo menos a nivel de aspiración- para la mayor parte de la humanidad. Estos derechos han sido ratificados por prácticamente todos los Estados del mundo. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Dignitatis Humanae, así como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, se refirieron fuertemente al derecho a la vida y a los derechos de libertad de conciencia y religión como el centro de esos derechos que brotan de la propia naturaleza humana.
Estrictamente hablando, estos derechos humanos no son verdades de fe, a pesar de que pueden descubrirse - e incluso iluminarse plenamente - en el mensaje de Cristo que "revela el hombre al propio hombre" (Gaudium et Spes, 22). Éstos reciben una confirmación ulterior desde la fe. Con todo, está claro a la razón que, viviendo y actuando en el mundo físico como seres espirituales, hombres y mujeres perciben la presencia de un logos que les permite distinguir no sólo entre lo verdadero y lo falso, sino también entre el bien y el mal, entre lo mejor y lo peor, entre la justicia y la injusticia. Esta capacidad de discernir -esta actuación radical- hace a toda persona capaz de aprehender la "ley natural", que no es otra cosa que una participación en la ley eterna: "unde...lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura" (S. Tomás Aquino, ST I-II, 91, 2). La ley natural es una guía universal reconocible por todos, sobre la base de que todo el mundo puede comprender y amar recíprocamente a los demás. Los Derechos Humanos, por tanto, están en última instancia enraizados en una participación de Dios, que ha creado a cada ser humano con inteligencia y libertad. Si esta sólida base ética y política se ignora, los derechos humanos se debilitan ya que han sido privados de sus fundamentos.
La acción de la Iglesia en la promoción de los derechos humanos se apoya por tanto en la reflexión racional, como una forma en que estos derechos pueden ser presentados a toda persona de buena voluntad, independientemente de la afiliación religiosa que pueda tener. Sin embargo, como he observado en mis encíclicas, por un lado, la razón humana debe ser constantemente purificada por la fe, en la medida en que está siempre en peligro de una cierta ceguera ética causada por las pasiones desordenadas y el pecado; y, por otra parte, en la medida en que los derechos humanos necesitan ser reapropiados de nuevo por cada generación y por cada individuo, y en la medida en que la libertad humana - que progresa a través de la sucesión de elecciones libres- siempre es frágil, la persona humana necesita el amor y la esperanza incondicionales que sólo pueden encontrarse en Dios y que llevan a participar en la justicia y la generosidad de Dios a los demás (cf. Deus Caritas Est, 18, y Spe Salvi, 24).
Esta perspectiva dirige la atención hacia uno de los más críticos problemas sociales de las décadas recientes, como es la conciencia creciente -que ha surgido en parte con la globalización y a presente crisis económica- de un flagrante contraste entre la atribución equitativa de los derechos y el acceso desigual a los medios para lograr esos derechos. Para los cristianos que con regularidad pedimos a Dios que "nos de el pan de cada día", es una tragedia vergonzosa que una quinta parte de la humanidad pase hambre. Asegurar una adecuada aportación de alimento, así como la protección de recursos vitales como el agua y la energía, requiere que todos los líderes internacionales colaboren mostrando su disposición a trabajar de buena fe, respetar la ley natural y promover la solidaridad y la subsidiariedad con las regiones y pueblos más débiles del planeta, como estrategia más eficaz para eliminar las desigualdades sociales entre países y sociedades y para aumentar seguridad global.